Marchaban tres monjes de vuelta a casa: habían bajado al mercado que se celebraba en el pueblo cercano, y volvían al monasterio de Santas Peñas, situado en lo alto de un escarpado risco. Por todo equipaje llevaban un gran odre de vino que habían comprado, e iban encarando con gran trabajo las rampas del camino.
El hermano más joven, Dionisos, que además de su inexperiencia vital portaba la pesada carga fue el primero en sembrar la duda.
- Qué os parece, hermanos, si en este mismo repecho hacemos un alto para reponer fuerzas. Y aprovechando el descanso, tomamos un trago de este vino, pues la tarde está calurosa y nuestras gargantas están bien secas.
Presto a respondióle el hermano Severo, el más venerable del monástico trio:
- ¡Vergüenza, hermano! -exclamó- Hemos gastado buenos sueldos de nuestra tesorería en comprar este magnífico vino con el que agasajar a las visitas de alcurnia. ¡Y sólo en virtud del calor y la inexperiencia puedo perdonar tamaña insolencia!
El hermano Dionisos calló y agachó la mirada, avergonzado que no arrepentido. Y fue el turno del hermano Demóstenes, famoso en todo el principado por su elocuencia:
- Hermano Severo, conteneos. Sin duda nuestro joven hermano ha obrado de manera irreverente, sin duda propia de su edad, y habeis hecho bien en reprenderle. - Dionisio bajó aún más la mirada - Y sin embargo, su insensatez contiene algo de involuntaria verdad: ¿Quién nos asegura hermano Severo, que el líquido de la bota no se ha agriado por el calor del sol y la tierra que hemos ido soportando hasta aquí?
- ¿Y qué sugerís vos, entonces? - preguntó el hermano Severo, frunciendo el ceño.
- Ni más ni menos que lo siguiente: uno de los tres debe probar el vino para comprobar que se encuentra en estado óptimo, y no entregar un producto agriado a nuestro querido aunque a veces poco comprensivo abad.
- Cierto, hermanos, muy cierto -expresó Dionisos- permitidme catar este néctar a mí, pues sin duda habrá trocado en vinagre. Con gusto me sacrificaré para mantener la paz y harmonía de nuestra morada.
- Mejor lo pruebo yo, hermano Dionisos - respondió Demóstenes - pues bien sabido es que sois aún joven para beber, y de ninguna manera puedo tolerar que us pudiera sentar mal tan reprochable producto.
- Lo probaré yo, hermanos -decidió Severo- pues cierto es que soy el más mayor, y el caluroso verano ha hecho mella en mi frágil cuerpo de anciano; y un líquido, incluso si es avinagrado, me ha de sentar bien.
Y dicho esto el hermano Severo se echó la bota al hombro y abrió el gollete, dispuesto a dar un buen trago de vino que calmase el calor y la sed, mientras Dionisos y Demóstenes lo miraban, envidiosos. Dionisos, siendo como era joven y aún vicioso, no pudo evitar tomarse una pequeña venganza, que quizás le habría de costar bien cara: no bien se puso Severo a beber, apretó con fuerza el otro extremo del odre, de manera que al anciano le entró de repente en la garganta un gran torrente de vino.
Severo se atragantó, y empezó a toser de forma descontrolada. Sus compañeros lograron calmarlo al cabo de un rato, y no bien se recuperó, Severo se tumbó sobre unos matorrales y de puro embriagado y agotado por el esfuerzo, quedó dormido. Dionisos y Demóstenes se miraron y de común acuerdo empezaron a beber tragos de vino para calmar el calor y la sed, primero uno y luego otro, en fraternal armonía.
El anochecer sorprende a los hermanos con la bota vacía y la mente turbia, despiertan a Severo, y se abrazan para seguir subiendo, imprudentes, el camino. En una curva maldita, uno de ellos resbala y caen los tres rodando ladera abajo, hasta llegar, de vuelta, al pueblo.
miércoles, enero 16, 2008
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