miércoles, diciembre 22, 2010

Por hablar

Payasito de tu Corazón tomó un puñado de tierra y, levantándolo sobre su cabeza le chilló "¡hablas demasiado!". Después, con su voz sepulcral de siempre, le dijo a Genet "Puedes llevártela". Los hombres del pueblo nunca volvieron a verla.

Dicen que el matón la lanzó al fondo de un pozo, o quizás la vendió a un macarra de un prostíbulo lejano, o simplemente la mató y la dejó en un lecho de hojas secas de un claro del Bosque Viejo. Eso rumoreaban, aunque ya se sabe que hablar es gratis y la ignorancia, atrevida.

domingo, diciembre 12, 2010

Cena romántica en un claro del bosque

Un claro del bosque y, en el claro, una mesa iluminada por diez grandes velas. A la mesa se sientan dos seres dispares: en la punta derecha tenemos al inefable Señor Señora, metro setenta y cinco, hombros anchos, vestido largo. En la punta izquierda, la señorita Mensonge, metro cincuenta y siete, hombros estrechos y adorables, de punta en blanco, coge delicadamente un tenedor con la mano derecha.

Sobre la mesa, dos platos aún vacíos, una ensalada de alas de mariposa, vino turbio y una salsera llena de un alimento tamizado color hummus. Miguel de Praga, camarero y orgulloso, está sirviendo en los platos una ración de alitas de murciélago acompañadas de luciérnagas fritas. Mientras tanto, los comensales hablan.

- Terrible lugar para una cita, querido e inefable Señor. Oscuro, frío y sospechoso. Temo lo peor de usted, debo decirle - cuenta la señorita Mensonge con una luminosa sonrisa en la cara.

- Gracias, delicada dama. Aunque me encantaría decir que es mía, lo cierto es que mi gran amiga, la Mujer Cordobesa, me sugirió este encantador espacio+tiempo+detalles. - responde el Señor Señora - Yo habría apostado por algo sin duda más cutre y comodón, como la Taberna de Juan Florín. Pero esto es varios millones de veces más íntimo y hermoso.

La señorita Mensonge pinchó unas alas de mariposa y se las llevó a la boca con gracioso gesto.

- Bienamado Señor Señora, me abruma. La Taberna habría estado tan mal, o peor, que esto. Seguro que no le apetece un poco de ensalada: está polvorienta y aceitosa a partes iguales.

- Gracias, póngame un poco aquí, aparte las luciérnagas. ¿Un poquito más de vino, señorita Mensonge?

- No se le ocurra llamarme Clara, nunca en su vida. No, no quiero más vino.

- Miguel, llénanos pues las copas. Clara, queridísima Clara, está usted esta noche más brillante que la Luna - el ineflable caballero tomó la mano de la señorita y le estampó un beso, marcándole el dorso de carmín violeta.

- Es usted un canalla y un violador, suélteme la mano de inmediato - respondió Clara Mensonge sonrojándose y acariciando el pulgar del Señor Señora con un punto de descaro.

Y así siguió la noche, con contradictorias conversaciones, galanterías y media docena de delicados platos servidos por la mano experta de Miguel de Praga, hasta que, entre risas, acudió el alba.

jueves, diciembre 09, 2010

El curioso azar de la señorita Mensonge

Todo el mundo comentaba que la señorita Mensonge era muy capaz de pasear por una calle céntrica en un día lluvioso quejándose de lo mucho que le molestaba el sol en la piel. Este ejemplo basta para destacar las dos características más importantes de la señorita Mensonge: era una mentirosa compulsiva, y nunca lograba engañar a nadie. Sin embargo, todos coincidían en que era una persona encantadora.

Un día la señorita Mensonge paseaba bajo la lluvia quejándose del sol cuando se cruzó con el inefable Señor Señora. Él la ignoró, ella quedó prendada de él al instante. Y eso que, a pesar de haber coincidido antes en algunas fiestas, nunca se habían cruzado la palabra.

La señorita tocada por el destino echó a correr, y en un escaso centenar de zancadas llegó a la puerta del Hôtel des âmes, un tenebroso edificio en un callejón al que se llegaba desde otro callejón de detrás de una calle secundaria muy cerca del centro.

Entró en el hall del establecimiento y en el mostrador no había nadie. Tocó el timbre. Se oyó una voz desde debajo "ya va, ya va" y de una litera situada detrás se alzó Ferdinand Dadá, artista, trapecista y dueño-director-botones-recepcionista y único empleado del hotel.

- Señorita Mensonge, ¡¡qué inmenso placer!! ¿A qué debo el honor de su visita? ¿Una habitación para pasar un rato sola o en compañía, tal vez?

- Ferdinand, mi querido Ferdinand, cuánto tiempo sin verte... recuerdo aquella última vez, bajo las palmeras de la playa paradisíaca de Isla Mujeres, cuanto amor, cuantas risas...

- Por supuesto... que no, querida. Fue en aquella exposición fracasada de mi obra, una de tantas, qué importará ahora. En fin, qué desea, o mejor aún, ¿qué no desea?

- Ferdinand, usted siempre tan misterioso... en fin, ¿recuerda aquel simpático joven con el que nos reunimos en Praga la semana pasada? Era algo parecido al peor enemigo que usted había tenido nunca... no estoy en absoluto interesada en él, ni me gustaría conocer su paradero actual.

Ferdinand, que había sido lavaplatos en un rompehielos siberiano durante años, la entendió a la perfección: se había sentido atraída por su mejor y único amigo de verdad, el inefable Señor Señora. Sin embargo, la hizo sufrir un poquito:

- Señorita Mensonge, usted se refiere sin duda a Jota Pequeña, una joven de remarcable talento que vive en este mismo inmueble, concretamente en la habitación 333.

- No me haga sufrir, Ferdinand, se lo imploro. Yo sé que usted ignora a quién me refiero...

- De acuerdo. Le diré lo que haremos: venga esta noche al Gran Salón del hotel. Hoy es la Noche de los Nuevos Talentos, y tengo la certeza de que en el escenario hallará una agradable sorpresa.

Y en efecto, el inefable Señor Señora cantó esa noche en el escenario del Hôtel des Âmes, y por supuesto, la señorita Mensonge estaba en primera fila. Y terminaron casándose o quizás suicidándose juntos, pero eso ya es material de otra historia.

domingo, diciembre 05, 2010

Sartenazos en el paraíso

- ¡¡Soy pequeña, pero exijo que se me trate como a una persona!! – Gritó Mei blandiendo una descomunal sartén ante los atónitos ojos de sus convecinos.

Era tarde, pero aún no se había puesto el sol en la pequeña población, y las buenas gentes de Villarejo se encontraban en los bancos junto a la entrada de las casas, gozando del fresco tras un día de calor típico de agosto.

Nada podía presagiar el terrible desencuentro que se desencadenó cuando la tía Lola (una de las mayores cotillas del lugar) murmuró en la Carnicería Silverio lo que mucha gente opinaba: la pequeña Mei no debería vivir sola en aquella casa tan grande, que podría sufrir daño y nadie lo sabría, y quién sabe, hasta quizás podría perderse en uno de los amplios salones. Hasta el propio Silverio, mientras separaba con destreza unas costillas de cordero, rió la ocurrencia.
El rumor se extendió por el pueblo, acompañado en ocasiones de desazón, pero las más, de carcajadas, hasta que llegó a oídos de Tilda, la mejor amiga de la pequeña Mei. Ésta se lo contó, desencadenando así el infierno.

Mei, furiosa, entró en su cocina, cogió la sartén más grande que encontró y empezó a pedir cuentas a los vecinos de Villarejo. Harta de incomprensión, no tardó en sustituír las palabras por sartenazos.
Tras unos días bastante intensos, las autoridades competentes (el alcalde, el cura y el guarda) decidieron internarla, al carecer de familia y ser peligrosa para la salud y la harmonía del lugar.

Las fuerzas del orden la arrinconaron junto al pilón, enfrente del ayuntamiento. Mei no cayó sin luchar, tres guardias civiles tuvieron que ser atendidos por contusiones, pero al final la redujeron y la enviaro a ingresar al pabellón psiquiátrico de Gran Ciudad.

Al cabo de unas semanas, por no dejar que se deteriorase, el alcalde y su familia se trasladaron al desocupado caserón, para vivir allí mientras Mei estaba fuera.

La armonía volvió a reinar en Villarejo, y todos fueron felices, menos, quizás, la joven Tilda, que se ahorcó por la culpa, y Mei, quizás un día consiga volver a su casa.
 
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