martes, diciembre 17, 2013

Grandes amigas

Olga: Nos gusta el mismo chico, ¡pero no por eso tenemos que dejar de ser amigas, Martona!

Marta: ¿Y por qué le estás prendiendo fuego a mi bolso?

Olga: Perdona, ha sido sin querer, estaba intentando encender un cigarrillo. ¡Soy tan patosa!

Marta: No te preocupes, tengo más Guccis. Aunque de verdad envidio el tuyo... ¿de los chinos, verdad? ¡Es tan asiático!

Olga: ¿Estás estresada, cariño? Te veo como con ojeras, y con la piel cenicienta, el pelo mustio... eso sí, te sientan bien esas gafas de pasta.

Marta: ¡Tú en cambio tienes una buena pinta! Se te ve radiante, redonda de pura felicidad. ¡Tienes razón, las dietas no son tan importantes!

(Se abrazan y se besan en ambas mejillas)

lunes, octubre 21, 2013

Tren en violín


En el tren de regreso a la vida
bajo la luz caliente del sol
que huele a Mediterráneo.
Viajo con el Capitán Acab
el torero de los ojos de fuego
Y el violinista que dejó su tejado.

No sabes tocar, violinista
no me dejas dormir.
Pero el capitán Acab aguarda
con paciencia infinita:
su venganza es la no-moneda.
El artista, bolsillo vacío, marcha.




martes, julio 09, 2013

Primer indicio

Le detuvieron una tarde de verano, cuando los niños carmesí corrían hacia sus cuevas montados en su alegres cabras.
Los Brutos le ataron las manos a la espalda, y lo condujeron al tribunal pasando ante la multitud tricolor que se refugiaba en las terrazas de los cafés. La vergüenza le consumía.

Ya en el juicio, el Juez Bulldog, con su casco de moto, le miró con severidad. Había roto la ley del silencio, y lo que era más grave todavía, había osado tener esperanzas de que nadie se diese cuenta. Encima, ni se había entregado a los Brutos, ni tampoco se había arrojado al vacío para salvaguardar su honor. Un caso perdido.

Le pintaron el cuerpo de verde, le pegaron las borlas de algodón en la frente y lo subieron a una barca ceremonial, aún atado. Lo enviaron río abajo para no volver a verle. Con suerte, si le quedaba algo de entereza, un mínimo de dignidad, se dejaría llevar hasta purgar sus culpas en la Gran Cascada.

Durante toda la tarde y los días que siguieron, la multitud tricolor murmuró sobre él, primero con abierta desaprobación, pero al cabo de un tiempo, su actitud empezó a provocar cierta admiración extraña. El Marsupial que Habló se fue convirtiendo, poco a poco, en leyenda.

Dicen que este fue el primer indicio para lo que estaba por llegar, pero yo no pondría la mano en el fuego.


miércoles, julio 03, 2013

La saga del antiguo rey de Mordor

El antiguo rey de Mordor vivía en mi escalera. Era uno de los vecinos viejos, el del tercero primera. Era viejo pero era regio, duro. Nunca hablaba de los elfos, pero veías en sus ojos arder una cólera infinita. En ellos podías leer que los orejas largas le habían vendido, le habían robado el reino, le habían robado su vida. Mucho rencor.

Cuando coincidías con él en el ascensor, siempre se quedaba mirando al espejo, observando su propia decadencia. ¿Dónde estaban los caros ropajes, dónde estaba la corona, la barba? Hasta la barba le habían quitado, en el hospital, problemas de piel, el precio de la edad. Pero ¿no podían también haberle extirpado la rabia?

Un día volvía del supermercado con dos bolsas llenas, una en cada mano, encorvado. Me ofrecí a ayudarle a subirlas. Él no dijo nada, pero me tendió una. Subimos en el ascensor en silencio, hasta el tercero. Abrió la puerta con una vieja llave de tubo. No sé cómo no pensé que la cerradura era demasiado antigua: el edificio se construyó en los sesenta. Me invitó a entrar con un gesto, dí unos pasos y paré en seco. No estaba preparado para lo que me esperaba: el piso no tenía tabiques, era todo una gran sala forrada de terciopelo verde oscuro. En las paredes, tapices medievales y espadas, lanzas, mazas, escudos... En el centro, dominando la sala, un enorme trono de hierro.

Oí como la llave cerraba la puerta. El viejo se me acercó a la espalda y me dijo al oído "Soy el rey de Mordor, y tú, mierdecilla, vas a ser mi siervo."

miércoles, febrero 13, 2013

Jueves Lardero


- Oye, ¿tú te acuerdas del Sergi Gras?

- Hostia, ¡el Sergi Gras! No había pensado en él desde hacía mil años... ¡El puto Gras, tío!

- Qué gordo estaba, el cabrón...

- Qué gordo... ¿te acuerdas de que cumplía años el jueves lardero, el dijous gras? Ese día siempre se ponía como un tocino.

- Se tragaba las cocas de llardons de dos en dos. Y los buñuelos a puñados... Qué saque tenía el cabrón...

- Qué saque... con el rollo de que era su cumpleaños, tragaba sin parar.

- Gordo cabrón... y mira que...

- Joder...

- Estábamos en aquel bar, celebrando... y se metió el cocido, la butifarra con patatas y dos postres...

- "Repito postre si me da la gana, es mi cumpleaños, cabrones", dijo.

- Y va y le da el ataque.

- Nos creíamos que era una broma. Nos reímos...

- A ver, que el Gras era un cachondo, todo el rato se estaba haciendo el enfermo. Que si epilepsia, que si el corazón, que si los intestinos...

- Es verdad, y si te preocupabas, paraba de hacer el mongo y se reía en tu cara...

- La cara que puso Paula la primera vez.

- Era de foto.

- De foto carné de conducir. Hijoputa gordo...

- Cabrón, qué risa.

- Paula no le habló durante una semana.

- Luego, cuando se tiraba por el suelo, le daba patadas. Pero en el fondo, se gustaban.

- El día de su cumpleaños no le dió ninguna patada...

- No.

- Mira que morirse, y nosotros riendo. Qué mal...

- Fatal.

- Gordo cabrón...

- Qué hijo de puta... como se hacía querer.

- Vaya...


viernes, enero 11, 2013

El niño que fue perro y otras mentiras


Querían un niño, pero no pudo ser. Lo intentaron por todos los medios, pero uno de los dos no podía. Él tomó una decisión cuestionable y se fue con otra. Ella se compró un perro. Sí, y también perdió un poco la chaveta, aunque yo prefiero pensar que pasó a ver el mundo de otra manera.

Para empezar, el perro se llamó Óscar, y no, no era un salchicha: era un bulldog francés de ojos grandes y acuosos. Cuando Ella y Él estaban juntos, si era niña se iba a llamar Priscila, y si era niño... Óscar.

El caso es un día, como tantos otros, la feliz madre iba paseando a Óscar en su carrito de niño, con su abriguito puesto, con su gorrito, y el perro de ojos acuosos miraba al mundo con curiosidad. De pronto, desde la confluencia de la calle del Vino con la de los Deseos aparecieron una pareja de bueyes. De bueyes con alas. Desplegaron las alas y guiñando un ojo a madre e hijo, enfilaron hacia el cielo. Los despidieron agitando la mano; bueno, Óscar agitó su patita derecha, coronada de garras.

Tras los bueyes aparecieron un grupo de palomas sin alas, corriendo rápidamente. La madre dedujo que era una carrera porque todas ellas llevaban dorsales y camisetas de colores, y porque se esforzaban en adelantarse y en no bajar el ritmo. Óscar apostó por la número 7, una tórtola de zamarra verde, mientras que la madre prefirió a una paloma gris, número 12 camiseta roja que, con los ojos entrecerrados, estaba ganando terreno por el exterior con vistas a sobrepasar al líder. Al final todas las aves cayeron por una alcantarilla abierta, supongo que para proseguir su carrera por el subsuelo de la ciudad.

De pronto, se desencadenó la catástrofe: Él salió de una tienda, y no iba solo. Le acompañaba una mujer pequeñita, muy rubia y seguramente muy mala, y lo que es peor, la enanita llevaba un bebé en brazos. Eran una familia, y de las felices.

La madre miró su carrito de niño, vió a Óscar, el perrillo, que le devolvía la mirada con sus ojos acuosos y se desmayó.

Cuando volvió en sí, Él la estaba mirando, preocupado. La madre le miró con una sonrisa. Sonrisa que se matizó cuando vió a la pequeña mujer rubia con el bebé, sosteniendo a Óscar con una correa.

Más tarde, atada en la camilla del sanatorio, y fuertemente sedada, la madre decidió que nunca volvería a la realidad. Se enterró profundamente en sus pensamientos y desde entonces allí sigue, sin querer volver.


 
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