Shiró no era feliz, siempre lo había sido, pero ya no. Tenía un gusanillo, un no sé qué que se manifestaba en el fondo de su cerebro, de sus tripas, que le impulsaba a actuar, a abandonar su pequeño y seguro mundo.
Shiró salió a la calle y se dirigió al portal de al lado. Allí vivía el objeto de sus desdichas, la señora Berenice. La citada señora, un metro sesenta de grandes y rotundas curvas sensuales, era todo azúcar y miel con el pequeño vecino, al que encontraba encantador, sin tener quizás en cuenta que a los trece años los niños han empezado a dejar de ser niños.
Y ahí, con todo el calor de la tarde de verano, Shiró llamó a la puerta y abrió la sensual señora, con un vestidito de verano que en vez de tapar, realzaba. Nuestro héroe se quedó como un ciervo nocturno ante los faros de un coche.
- ¡Si es el pequeño Shiró!
Le tomó entre sus brazos y le estrechó contra sus pechos, más grandes que la cabeza del niño-hombre. Sus gafas se engancharon en la cinta del sujetador y se le torcieron sobre la nariz. Shiró intentó hablar, pero su cerebro se negaba a coordinarse con su lengua.
- ¡Anda, pide por esa boquita! ¡Si sabes que no te puedo negar nada, tarrito de mermelada de limón!
- A-a...
- ¡Sí, dime, mi niño!
- A-azúcar... mi ma-madre, pastel...
- ¡Claro que sí, mi vida, ahora te traigo, sólo faltaría!
Shiró volvió a su casa con una taza de desayuno llena de azúcar en la mano, y con una agridulce sensación de alegría e impotencia en la comisura de los labios.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario