sábado, diciembre 19, 2009

No dejes que las cebollas controlen tu vida

Empecé pelándola a lo loco, y le corté la raíz. Luego intenté irla cortando en finas lonchas que se descompondrían en suculentos aros. Pero no pude, no bien metí el cuchillo, la cebolla, herida de muerte, lanzó sobre mí su maldición. Empecé a llorar, y con los ojos anegados en lágrimas trataba de continuar descuartizando. Los trozos grandes se escapaban del filo ejecutor, no veía. Me alejé, tratando de poner distancia entre la carnicería vegetal y mis tristes ojos hinchados. En mi desesperación me froté por instinto, y el efecto combinado de los dedos llenos de veneno cebollil contra mis indefensos párpados fue la puntilla.

Presa del dolor y el llanto, comencé a dar manotadas ciegas en mitad de la cocina, aturdido, sin saber a donde ir. En mi rapto, golpeé el bol donde estaban las patatas, cortadas y listas para freír, que fueron a parar al suelo. La rabia empezó a atenazarme, sordamente, hasta que, por suerte o por desgracia, patiné sobre las patatas, al tratar de dirigirme hacia la pica salvadora (¡¡agua!!) y no caí, pero me dí un costalazo tremendo contra un armario.

Derrotado, decidí lo que haría cualquier persona en sus cabales torturada por una verdura vejada, es decir, suicidarme para terminar con todo. El dolor, las lágrimas y los suspiros me embotaban los sentidos. Puse la mano en la encimera con muy mala fortuna. Nunca hay que usar un cuchillo de pelar patatas para morirse: cortan poco y mal. Pero lo absurdo de la situación me hizo derrumbarme en el suelo de la cocina, entre risas y lágrimas, sobre un charco de sangre y patatas pisoteadas. Vencido.

Al cabo de un rato, madre volvió de su paseo, y me riñó por el desorden, la suciedad y los platos rotos y se quejó del trabajo que daba tener en casa un hijo medio tonto de más de treinta años. Tenía razón.
 
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